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“La Purísima”, la botica del mestizaje médico mexicano

En una calle del pueblo de Naolinco (estado de Veracruz), rodeado por espesos bosques caducifolios, los reactivos y sustancias químicas aprendidas en la ciudad española de Logroño y la herbolaria de los pueblos originarios de lo que hoy es México sobreviven ante la medicina actual.

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Edgar Ávila Pérez

Nueva York – Los 400 frascos antiguos meticulosamente ordenados en las repisas de madera y las fórmulas médicas guardadas en libros amarillentos de la “Botica La Purísima” representan una parte de la herencia del mestizaje médico mexicano.

En una calle del pueblo de Naolinco (estado de Veracruz), rodeado por espesos bosques caducifolios, los reactivos y sustancias químicas aprendidas en la ciudad española de Logroño y la herbolaria de los pueblos originarios de lo que hoy es México sobreviven ante la medicina actual.

Los instrumentos, recipientes, libros, tarros, morteros, pipetas, fórmulas de procedimientos farmacéuticos, sustancias herbolarias y minerales, aguantan los embates de la modernidad en esta botica fundada en 1907 en un recóndito lugar del estado de Veracruz por el logroñés Gonzalo Recio.

“Es más barato y más efectivo que la medicina de laboratorio”, afirma el boticario Gustavo Enrique Bartolomé Mesa, uno de los integrantes de la familia propietaria de “La Purísima”.

Su rostro y cuerpo se mimetizan en un espacio surrealista donde aún se preparan medicamentos de forma artesanal.

Don Gonzalo Recio llegó a las escarpadas tierras de Naolinco acompañado por su ayudante el también logroñés Narciso Bartolomé Ochoa, quien a la muerte del fundador se quedó a cargo de la botica.

Una época donde los boticarios eran verdaderas instituciones y representaban una figura de quien dependía el buen estado de salud de la población, pero además compartían la misma autoridad y prestigio que el sacerdote o el maestro.

Ambos dejaron vestigios de su labor como tres libros amarillentos escritos de puño y letra con las fórmulas para curar cualquier dolencia, como la tosferina que para erradicarla era necesario mezclar una dosis exacta de boruro de potasio, amonio, sodio, agua destilad y jarabe de cloral.

Para la diarrea de niños -se lee en las páginas amarillentas con el sello de autorización de la Secretaría (ministerio) de Salud- se necesita mezclar ácido láctico, jarabe de naranja y agua destilada.

Don Narciso transmitió las enseñanzas a su hijo Martín Bartolomé Muñoz, un hombre respetado y amado en esta comunidad que lo vio morir en marzo pasado, pero sus conocimientos los transmitió a sus hijos, entre ellos a Gustavo Enrique, el rostro actual detrás del mostrador.

“Aún tenemos cura para la tos y el hongo en la uña”, afirma con orgullo. Y de paso puede curar el “espanto” de los niños, esa “enfermedad” que los viejos y nuevos mexicanos identifican cuando la criatura deja de comer y se exalta en las noches atemorizado por fantasmas.

“Para curarlo se hace un vino de la raíz de Xóchil”, detalla.

Para los calvos hay recetas que su abuelo y padre dejaron escritas en los libros. Los tesoros de pasta en color rojo diluido por el tiempo almacenan fórmulas magistrales creadas por los fundadores de “La Purísima”.

Los boticarios eran considerados igualmente como veterinarios, hueseros y dentistas, un amasijo de oficios que poco a poco forman parte del desván llamado oficios en peligro de extinción.

“Hace 25 años mi papá quitó la medicina de patente de laboratorio y quiso volver a aquella época para mostrar al público lo que eran las boticas y aquí estamos”, agrega el hombre de piel blanca y lentes de aumento que surge entre los aparadores.

Atesora cada instrumento como si fuese su propia vida, la arcaica máquina de escribir, aquel refrigerador blanco como las batas de los doctores y, por supuesto, sus técnicas médicas, que incluyen hasta limpiezas íntimas de mujer con su ácido bórico, alumbre, zinc, mentol, entre otras sustancias.

Rodeada de farmacias modernas, en un pueblo dedicado a la fabricación de calzado, “La Purísima” expide también medicinas, pero sólo para unas cuantas dolencias y las más sencillas de curar, porque está a un paso de convertirse en un museo.

Son unos cuantos los habitantes del lugar que aún profesan su fe en las fórmulas y su subsistencia está basada en aportaciones de la familia entera, que dentro de poco la ven más bien como un sitio que reciba turistas.

“Es una lástima que deje de funcionar, es una joya para cualquier lugar, es histórica porque es de la Revolución Mexicana”, suelta con dolor Gustavo Enrique, mientras observa la fotografía con un moño negro de su padre fallecido, el boticario que regresó a los orígenes de la medicina. EFE

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