Río de Janeiro, del sueño olímpico a la decadencia y abandono en solo un año
Hace apenas un año, Río de Janeiro era el epicentro del mundo con la disputa de los Juegos Olímpicos de verano, que culminaban un período de 5 años en los que Brasil organizó eventos que acapararon toda la atención mundial.
Doce meses después, la situación de la ciudad más famosa de Brasil es totalmente opuesta: con el estado arruinado, los índices de violencia se han disparado, las instalaciones olímpicas están en completo desuso y parte del legado olímpico está en entredicho.
Recientemente, el Gobierno brasileño autorizó el envió de más de 10.000 miembros de las fuerzas armadas y policías para contener la ola de violencia en Río de Janeiro, donde se han registrado apenas este año más de 3.300 tiroteos, unos 260 robos masivos por parte de grupos armados y 92 policías han muerto.
La violencia, una de las preocupaciones de las autoridades durante los Juegos, quedó ‘maquillada’ durante el evento con el envío de 85.000 agentes de seguridad, entre militares y policías (el doble que en Londres 2012), que convirtieron Río de Janeiro en un auténtico fortín durante las dos semanas de competiciones.
Al finalizar los Juegos, acabó el plan de seguridad diseñado y la violencia se recrudeció tanto que el Gobierno federal se vio obligado a enviar tropas y policías.
A la sensación de inseguridad hay que sumarle el abandono de las instalaciones olímpicas, como quedó patente el pasado fin de semana, cuando un globo de papel, aerostato con mechero cuyo uso está prohibido en Brasil, incendió parte del techo del velódromo olímpico, que costó 143 millones de reales (unos 44,7 millones de dólares).
El coliseo, cerrado tras los Juegos, sólo fue reabierto en mayo pasado para el Bike Rio Fest, una exhibición de maniobras en bicicleta de tres días, y desde entonces se usa ocasionalmente para entrenamientos de ciclistas profesionales adscritos a la Federación Brasileña de Ciclismo.
Pese al poco aprovechamiento del que es considerado como un elefante blanco de Río 2016, el mantenimiento de la estructura tiene un costo anual de cerca de 11 millones de reales (unos 3,4 millones de dólares) debido a que las características de la madera de pino de su pista obligan a mantener el aire acondicionado encendido 24 horas diarias.
El resto de instalaciones del Parque Olímpico tampoco se aprovechan regularmente, como el estadio de Maracaná, el templo del fútbol brasileño y cuyos altos costes de mantenimiento hacen que nadie quiera asumirlo, tras una reforma millonaria para el Mundial y para los Juegos.
Otra muestra del fracaso del legado olímpico son los 3.604 apartamentos de la Villa de los Atletas, que debían ser vendidos tras concluir la competición.
Un año después, apenas 600 se colocaron a la venta sólo 240 se vendieron (el 40 %), debido a la crisis económica.
En el sector hotelero, se amplió la capacidad en 25.000 habitaciones y se levantaron decenas de establecimientos, pero, a día de hoy, la mayoría atraviesa dificultades y el nivel de ocupación está muy por debajo de las estimaciones iniciales, de apenas el 40 %.
Tampoco la línea de metro que enlaza el centro de Río con las instalaciones olímpicas atrae a la población carioca: hasta abril, transportaba una media de 140.000 pasajeros diarios, un 46 % menos de lo previsto.
Río se preparó durante los cuatro años anteriores a los Juegos para recibir el mayor evento deportivo del mundo.
La Conferencia de la ONU Río+20, en 2012, la visita del Papa Francisco y la disputa de la Copa de las Confederaciones, en 2013, y el Mundial de fútbol de 2014, hicieron de teloneros en una ciudad que siempre tuvo que luchar contra las reticencias que provocó su elección como sede olímpica.
Poco antes de los Juegos, el Gobierno regional de Río de Janeiro encendió las alarmas al declarar el estado de calamidad pública financiera, arruinado por la caída del precio del petróleo y la corrupción.
Fue un aviso premonitorio de lo que vendría meses después, ya con Río de Janeiro fuera del calendario mundial de eventos y cuya fama de “Cidade Maravilhosa” está cada vez más bajo sospecha por la violencia, la falta de servicios y un legado olímpico que brilla por su ausencia. EFE